jueves, 8 de octubre de 2009

Fronteras sin alma (Primera parte)



Soy hijo de inspector de aduanas pero no me gustan las fronteras, ni los pasaportes ni los visados. Tampoco las verjas ni las barreras, y menos aún las alambradas o los mal llamados muros de la paz que jalonan Irlanda del Norte o Palestina. La Europa Schengen declaró toda la industria intramuros obsoleta y ya me he habituado a su ausencia, como a la de la peseta, sin reparo o compunción alguna. Un adelanto vamos. Este desapego a las demarcaciones de la historia es fruto de muchos viajes o amistades por el mundo y si se estiraran mis creencias más recónditas, confieso que ya no creo ni en las nacionalidades, que como todas las religiones de señor o más allá, si aspiran a democráticas, sean bienvenidas, y si no, contestadas. Somos, confío, ciudadanos del mismo planeta, y aunque los Estados quieran subordinarnos con patéticas leyes de ciudadanía y banderas que requieren en algunos casos idiotas exámenes de patriaquerida que suspenderían la mayoría no deberíamos olvidar que para resolver la dificultades que nos afligen necesitamos algo más que el G20.

Y en esas llega el problema de la emigración ilegal y mal sabemos cómo atajarlo. O creemos saberlo levantando muros y patrullando los mares para ahuyentar más que gestionar las vidas de los emigrantes. En vano. La política de separación y de expulsión no está siendo nada fructuosa. Por ejemplo, muchos de los inquilinos afganos de la "Jungla" de Calais que confiaban en alcanzar las tierras de Inglaterra, han terminado su mísero periplo, como informa el conservador Daily Telegraph, bajo el yugo de la policía sarkoziana rumbo de vuelta a Kabul, pero con un buen fajo de billetes (1900 libras esterlinas) y probablemente la certitud de que hay que volver a intentarlo. Porque incluso con un 25 % de paro somos ricos, aunque no nos lo creamos en este mundo de diferencias abismales.

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